domingo, noviembre 30, 2008


ANGEL DE ALAS ROTAS


La tarde se nubló a eso de las 5. Los cúmulos grises no presagiaban buenos augurios para el Choche, quien con certera mirada al norte, adivinó que la noche sería de tormenta y vientos. Recordó que debía llegar temprano al puente, o tendría que dormir bajo la lluvia, cubierto con cartones y lejos del fuego de los clanes, que ya casi ancestralmente, dominaban los antiguos tajamares del Calicanto.

Sus más de dos décadas de habitante indeseado del barrio Mercado Central lo hacían tener la sabiduría de la calle y el hedor del eterno caminante sin destino. Por ello, dirigió sus pasos hacia el patio trasero de "La Joya del Pacífico", donde siempre encontraba los favores de aquella meretriz gastronómica convertidos en algunos platos desechados casi intactos por algún turista poco acostumbrado a los sabores del mar de Chile. Recogió de la basura un congrio todavía tibio, acompañado de unas papas salteadas con cilantro y cebolla, que aún mantenían la frescura y los aromas del aceite de oliva y los ajos chilotes. Con eso bastaría para pasar la noche, y quizás hasta parte de la mañana del día siguiente, si lograba sobrevivir a la tormenta que ya dejaba caer las primeras gotas sobre los adoquines de Santo Domingo y Rosas.

Faltaba aún el agua bendita para enjugar sus sueños de marinero y dejar de lado las razones de su aislamiento total del mundo. La botella llegó casi rodando a sus pies, tras la mirada cómplice del Tío Lucho, que sin levantar la vista la hizo rodar por el asfalto, entre hojas de lechuga mustias y cuescos de aceitunas trasnochadas. Aguardiente de cola de mono. Nada podía ser mejor, excepto por las gotas que caían como un rosario enhebrado desde las mangas del mismísimo San Isidro.

Terminada la cena, se abocó a los pertrechos para cobijarse. Los cartones para aislar la humedad del suelo, el papel de diario para metérselo entre los andrajos y las bolsas plásticas para forrar las suelas de sus añosos zapatos, horadados por el paso del tiempo. Envolvió todo en su poncho de lana cruda y lo anudó para protegerlos de la lluvia. Entonces la vio, encumbrada sobre un montón de revistas viejas, la almohada que usaría con toda seguridad esa noche. Las Amarillas de Publiguías tenían el alto ideal para descansar su único vestigio de humanidad que conservaba intacto, aunque poblada de piojos y quién sabe que otros habitantes, su cabeza. Tomó la guía y la introdujo por uno de los tantos orificios del poncho.

Sin preocuparse del Tío Lucho, que aún permanecía en la trastienda del restaurante, se encaminó hacia el río, para buscar cobijo del viento y la lluvia que ya no sólo caía de arriba, sino de al lado y de abajo. La suerte estaba de su lado. Encontró el lugar casi vacío. Sólo un trío de polillas fumando pasta base interrumpían el paisaje diluviano. El río amenazaba desbordarse si seguía lloviendo con esa fuerza, pero eso no hizo mella en el Choche y continuó con el ritual de estirar sus huesos sobre el suelo y calcular el ancho y largo de los cartones, anclados con piedras en los cuatro vértices. Dos pasos para el largo y un paso corto para el ancho. Luego se forró los pies con las bolsas y finalmente hizo cucuruchos con los periódicos, no sin antes echarles una leída fugaz a las noticias acontecidas una semana antes, cuando menos. Finalmente, se calzó el poncho y extrajo el libro amarillo de páginas centenarias, ajado por los dedos húmedos de su anterior dueño. Puso su cabeza sobre aquellas hojas, pero antes de verlo convertido en el cojín de plumas que se figuró al recogerlo, tuvo la tentación de hojearlo, para matar las últimas horas de luz que quedaban en el cielo negro. Lo abrió en cualquier página, para que el azar le trajera algo en lo que no se habría detenido a pensar por su propia voluntad. Las primeras palabras que leyó fueron "Accesorios para computadores". Se preguntó qué serían esas cosas que requerían accesorios. Para él, cualquier cosa que requiriera de otra para funcionar, no estaba bien hecha. Por eso no usaba cordones en sus zapatos ni pantalones con cierre. Prefería el de franela, con apenas un elástico. Por la misma razón no abandonaba su poncho, porque no tenía botones ni cierres. Al continuar leyendo, descubrió que había centenares de objetos que requerían accesorios. Para automóviles, para baños, para cortinas, para motos, para teléfonos celulares. Nuevamente cayó en la cuenta de lo lejos que se sentía del mundo. Él sólo recordaba haber tenido hambre y frío, pero más que todo eso, soledad. No tenía memoria de haber articulado una conversación con nadie desde que abandonó su vida anterior para abocarse a la tarea salvadora de su alma. Después de un rato, comprendió que finalmente había encontrado lo que tanto buscó todos esos años bajo el puente. Halló el centro de sus cavilaciones y sus miedos, el hilo que lo conduciría a las verdades trascendentales de su existencia. Él no necesitaba accesorios para ser quien era, sólo tenía que escarbar en la profundidad de sus anhelos para ver aquella luz que aclaraba finalmente la oscuridad de su corazón atormentado por las culpas que ya no sabía en qué momento lo poseyeron.

El Choche apoyó su cabeza sobre la almohada amarilla de hojas centenarias y dejó que la lluvia limpiara su cuerpo. Abrió sus brazos y esperó la mañana sin dejar de mirar un solo instante el cielo negro, que en un momento de paz infinita se llevó su alma cristalina más allá de donde sus ojos podían ya mirar. A la mañana siguiente, su cuerpo yacía con la mirada perdida. Alguien que lo vio desde la altura pensó que era un pobre diablo que no logró capear la tormenta más cruda de que se tenga memoria en Santiago, pero otros seres alados que volaban sobre él, supieron que era el ángel de alas rotas que habían estado buscando los últimos 20 años.