LOS VAMPIROS MUEREN DE AMOR
Era hermoso observarla en los amaneceres. Sus cabellos rizados y rubios multiplicaban el terrible resplandor de los incipientes rayos de sol, los que solo me eran permitido observar por escasos minutos, hasta que la claridad me envolvía y me obligaba a refugiarme debajo de mi capa oscura e impenetrable y como de costumbre retornaba a mis aposentos, con una sensación de abatimiento y desventura. Por entonces era aun muy pequeña para tomarla, pero su belleza, su extraordinaria piel, su cuello albo y sus párpados que casi transparentaban sus ojos, me provocaban extremadas vacilaciones a nivel de mis impulsos naturales. Muchas veces hube de contener mis ansias de irrumpir en su habitación y morder su cuello y beber en la tibieza de su sangre, sus efluvios vitales, pero rápidamente hacía desaparecer de mi cabeza aquel dulce placer casi orgásmico que sentía al imaginarla en mis brazos. Las largas noches que pasaba colgado del marco de su ventana tenían mi organismo al borde de la anemia. Me parecía romántico dejar que mi aspecto luciera más gris de lo habitual y que las cuencas de mis ojos contuvieran dos esferas insomnes y mortecinas. La amé desde el primer instante en que nuestras vidas se cruzaron, mucho antes de la agonía que ahora vivo. Los primeros años fueron de contemplación. Jamás planeé un encuentro, ni siquiera pasó por mi mente la idea de traerla a mi mundo de sombras. Siempre supe que el momento llegaría, pero no encontraba una sola razón para acelerar el proceso. Es más, me era profundamente placentero, en la soledad de mi sarcófago, enjugar mis manos con la escasa energía que emanaba de mí, con miles de imágenes de nosotros dos, sorbiendo el vino de nuestros cuerpos, desde el crepúsculo hasta el amanecer. La vida de un vampiro es como la de una flor. Se está atado a la tierra por toda la eternidad. No se conoce más que las escasas esquinas del pequeño mundo que abarcan las horas de oscuridad; no obstante, el ciclo continúa como el botón que florece, se seca y vuelve a florecer.
Los años siguientes fueron de acecharla. Cada noche entraba en sus sueños, pues es una virtud vampirezca la de penetrar el mundo onírico y alternar con los personajes del inconsciente. Claro que no me dejaba conocer, era siempre un ser luminoso, aveces un corcel blanco, otras una espada de plata. Sus sueños comenzaron a acercar nuestros mundos. Después de un tiempo de intervenir, dejó de soñar cosas pueriles, para dar rienda a sus impulsos más recónditos, delicadamente disfrazados de inocencia, pero cargados de fuerte erotismo. Solo había castillos y villas, con jardines cuidadosamente sembrados. Los pastorcillos del lugar corrían desnudos por los prados, mientras las aves copulaban en las cornisas. En sus sueños, Ella era siempre Ella, pues nada en el mundo podía ser su justa metáfora. En todo ese tiempo de soñar, jamás permití la intromisión de un competidor. El erotismo venía con las imágenes, no con un ser en particular. Aquel fue un tiempo de preparación para la gran cena que compartiríamos.
Mi aspecto romántico anémico, más que una prueba del profundo amor que sentía por ella, comenzó a hacer crisis en mi salud. A raíz de que había dejado de acechar a las viudas del pueblo, pues su sangre y su piel me provocaban más asco que placer, comencé a conformar mi dieta con bocadillos prohibidos para mi especie. Cazaba roedores y algunas conejos, en el afán de no perder el valioso tiempo de estar observando al objeto total de mis deseos. Si bien la sangre de aquellos animalejos calmaban mi hambre, la pureza de la mía se iba mezclando con el venenoso manantial de los seres menos evolucionados de la creación. Mis antepasados procuraron dejar claras instrucciones de cómo sobrellevar la pesada carga de la inmortalidad y especificaban claramente los que se podía comer y lo que definitivamente no. Yo estaba consciente de aquello, pero como ya he dicho, mi mayor placer era pasar las noches junto mi amada niña de cabellos rizados.
Los años que vinieron a continuación fueron los del despertar. La mujer que ella llevaba dentro, aquella que estaría a mi lado por siempre, lo cual sabemos es más que un decir, comenzaba a dar sus primeros pasos a la pasión que la traía a mi. Nuestra comunicación siguió siendo a través de sus sueños, pero ahora manifiestamente, comenzó a sentir una profunda inquietud por desbordar sus impulsos y la libido comenzó a hacerla presa de deseos permanentes de ser penetrada. En uno de esos tantos sueños me aparecí por primera vez. El encuentro fue minuciosamente preparado. Debo decir que pasé años urdiéndolo. Estábamos en nuestro castillo, en el salón de bailes. Todos los invitados lucían finos trajes de época, y cubrían sus rostros con máscaras sujetas por una varilla. La música venía de todas partes, la luz emanaba de sendos candelabros de fierro forjado, cuando de pronto un pasadizo se abrió entre la concurrencia, para que nuestros ojos se hallaran y nuestras miradas nos trajeran el uno al otro. Lentamente caminé hacia ella, como flotando sobre el piso. En un mismo movimiento, ella levitó sobre el salón, sin provocar sorpresa a los invitados. Llegamos al centro del gran salón y nuestras manos formaron un nudo inseparable desde ese instante. Bailamos toda la noche, sin cruzar palabra y manteniendo sujetas nuestras máscaras. Al amanecer, lejos del ruido del palacio, ambos dejamos ver nuestros rostros, que como un grabado en la piedra, ya no se pudo despegar de nuestros pensamientos. En el día, cuando yo debía estar reponiendo mis energías, solía despertar para entrar en sus cavilaciones y me era grato confirmar que pensaba en mí. Nada podría ya separarnos, y el momento de consagrar nuestro amor, estaba cada día más cerca.
En todo ese tiempo en que solo viví para ella, el deterioro de mi persona se agudizó a grados difícilmente recuperables. En los sueños, nuestros cuerpos eran perfectos, al menos en lo que a mi respecta, pues ella era además perfecta en la realidad, sin embargo, al no poder mirar mi rostro reflejado en un cristal o en el agua simplemente, no advertí que me había convertido en un ser deleznable. De acuerdo a los sabios legados de mis antepasados, la lozanía perdida podía volver a mi, seduciendo a una mujer virgen y bebiendo el suave bálsamo escarlata de su cuello. Aquello sucedería al consumar el gran amor que ya nos consumía a ambos. Los sueños ya no eran tan pastoriles y cada vez urgábamos más y más lejos, debajo de nuestras ropas. Yo había logrado traspasar los nudos de su corpiño, para acariciar con la punta de mis dedos, los pequeños botones que coronaban sus senos. Ella, tan osada como yo, sostenía mis manos sobre su pecho, para hacerlas descubrir nuevas latitudes, nunca antes caminadas por hombre alguno. Por otra parte, su cuello se me ofrecía como un manjar luminoso, siempre vestido con la desnudez. Incluso en los sueños me era difícil concentrarme en otras zonas de su cuerpo, tal es mi naturaleza. Claro que ella era mucho más que solo su cuello. Un vampiro, por más que la sangre sea un alimento, tiene una sexualidad como la de cualquier hombre y yo no era la excepción.
Una noche, habiendo procurado tener un sueño reparador durante el día, llegué muy cerca de su habitación, en la parte alta de su casa. Sus padres dormían, como de costumbre, y la servidumbre se había retirado a sus moradas aledañas. La ventana estaba abierta, por lo que no tuve dificultad alguna para llegar hasta los pies de su cama. Era verano y la temperatura era la adecuada. Ella dormía desnuda sobre sus sábanas perfumadas de lavanda. Era perfecta. Pasé largo rato contemplándola, recorriendo cada centímetro de su ser, con la precisión de un joyero. Después de extasiarme con su piel y su exquisito aroma, inicié el juego de todas las noches. Entré en su sueño convertido el más viril de los corceles, y la hice subir sobre mi espalda generosa. La llevé a cabalgar por los campos, desnuda como el viento, revolviendo sus cabellos rizados y provocando el roce de sus piernas sobre mi, conforme el galope tomaba fuerza. Una lenta excitación comenzó a gestarse en ambos. Al llegar al punto de partida, descendió suavemente, procurando que esta vez sus pechos rozaran los crines de mi cuello. Ella sabía que era yo y aquello no le provocaba el menor asombro. Como en los sueños, las fronteras de lo posible son inabordables, un instante después de ser un corcel, era luego yo mismo. Ella me esperaba recostada en el pasto, con los ojos cerrados, buscándome con los brazos. Yo dejé que sintiera mi presencia, pero sin llegar a tocarla. Cuidadosamente la recorrí, haciéndole sentir el calor de mi mano en su cuerpo. Comencé por sus brazos, desde las manos hasta sus hombros. Bajé lentamente por el centro de su pecho, dibujando círculos sobre sus bellísimos senos, que amenazaban con alcanzar mi mano, producto de las aceleradas palpitaciones que rítmicamente había iniciado su corazón. La respiración también se hizo más rápida y un delicado jadeo se dejaba oír desde su boca. Continué bajando hasta llegar a su ombligo, que al sentir mi presencia pareció dar el aviso para que sus piernas se separaran levemente y su respiración se hiciera ahora entrecortada y más veloz. Al posarme sobre su pubis, aun sin tocar su piel, una fuerza magnética hizo que toda ella se erizara y su jadeo se convirtió en un fuerte alarido. Ella tenía claro que aun no la tocaría y por lo mismo no se atrevió a forzar que mi mano rozara sus labios, dulcemente lubricados con exquisitas esencias. No permanecí allí mucho tiempo, solo el suficiente para evitar que la excitación la hiciera entrar en tierra derecha y acabara antes de tiempo. Continué mi itinerario por sus piernas que habían abandonado su posición recta, para flectarse sobre sus talones y levantar sus caderas y apretar sus genitales al mismo tiempo. Su piel permanecía erizada y ansiosa de contacto. Sus muslos me parecieron el justo sostenedor de su anatomía y sus caderas una invitación a sostenerlas fuertemente con ambas manos, y entrar en ella con toda la pasión de un minotauro. Cuando acabé de recorrerla, su excitación y la mía eran ya incontrolables de manera que tomé su cuello y comencé a besarle la espalda y luego los hombros, bajando desde la nuca hasta la última vértebra de su columna. Con mis manos acariciaba sus pechos y alternadamente, una de ellas bajaba por su cintura hasta sus caderas, desde donde iniciaba una inesperada invasión a sus genitales. Con increíbles cuidados mis dedos se deslizaban por las paredes lubricadas, y le hacía arrancar pequeños quejidos. Luego retrocedían para realizar calculadas caricias exteriores, las que devolvían al instante la humedad al interior.
Podríamos haber pasado así toda esa noche, de no mediar un giro no anticipado en aquel momento de éxtasis. Por un instante perdí el control de su inconsciente y ella retrocedió a miles de kilómetros por hora por las desoladas rutas de su corteza cerebral, hasta hacerla llegar al umbral de su vigilia. Entonces despertó. Por primera vez la flor y la bestia frente a frente. Intenté sonreír, quise decirle que la amaba desde siempre, desde su matinal infancia, todo en un segundo que fue en verdad más breve aún. Su reacción me hizo perder el sentido, su grito de terror se oyó a cientos de metros a la redonda y mi escapatoria fue al unísona. Jamás me atreví a entrar en sus sueños nuevamente, ni a husmearla por las noches. He dejado a la deriva mis ansias y deseos de fundir mi sangre con la suya, y de paso eternizar nuestra existencia. Desde entonces estoy tendido en mi sarcófago, más bestial que nunca, muriendo de amor, como mueren los vampiros, queriendo apagar de una vez la noche que parece consumirme y empujando sobre mi pecho esta estaca intangible y dolorosa.
Osvaldo del Valle A.