jueves, junio 27, 2013

Distancia
A veces leo lo que escribo y siento una distancia curadora sobre algunos sucesos y un silencio abismal frente a otros. Quisiera volver sobre ellos y soplarles en la oreja lo que va a pasar, pero el viento se lleva las palabras y las dispersa como hojas del otoño.

Cada cierto tiempo, un ángel vuelve a mí y me habla en susurros, que intento grabar en mi corazón, para que no se los lleve la brisa que acecha inexorable. Ese ser alado y celestial viene a mí, convertido en imágenes de un tiempo pretérito, que se hace presente y a ratos futuro, pero nuevamente amarrado a él, veo la distancia y sufro.

Me dan ganas de gritar, pero no puedo. Me dan ganas de sacarla de su estado inmaterial para abrazar su delicada corporalidad. Tampoco puedo. Por qué estás tan lejos? Me nace preguntarle. Por qué vienes a mí como una saeta, y no te quedas clavada en mi alma?

Espero el mañana para escuchar su voz cercana y distante. 

domingo, noviembre 30, 2008


ANGEL DE ALAS ROTAS


La tarde se nubló a eso de las 5. Los cúmulos grises no presagiaban buenos augurios para el Choche, quien con certera mirada al norte, adivinó que la noche sería de tormenta y vientos. Recordó que debía llegar temprano al puente, o tendría que dormir bajo la lluvia, cubierto con cartones y lejos del fuego de los clanes, que ya casi ancestralmente, dominaban los antiguos tajamares del Calicanto.

Sus más de dos décadas de habitante indeseado del barrio Mercado Central lo hacían tener la sabiduría de la calle y el hedor del eterno caminante sin destino. Por ello, dirigió sus pasos hacia el patio trasero de "La Joya del Pacífico", donde siempre encontraba los favores de aquella meretriz gastronómica convertidos en algunos platos desechados casi intactos por algún turista poco acostumbrado a los sabores del mar de Chile. Recogió de la basura un congrio todavía tibio, acompañado de unas papas salteadas con cilantro y cebolla, que aún mantenían la frescura y los aromas del aceite de oliva y los ajos chilotes. Con eso bastaría para pasar la noche, y quizás hasta parte de la mañana del día siguiente, si lograba sobrevivir a la tormenta que ya dejaba caer las primeras gotas sobre los adoquines de Santo Domingo y Rosas.

Faltaba aún el agua bendita para enjugar sus sueños de marinero y dejar de lado las razones de su aislamiento total del mundo. La botella llegó casi rodando a sus pies, tras la mirada cómplice del Tío Lucho, que sin levantar la vista la hizo rodar por el asfalto, entre hojas de lechuga mustias y cuescos de aceitunas trasnochadas. Aguardiente de cola de mono. Nada podía ser mejor, excepto por las gotas que caían como un rosario enhebrado desde las mangas del mismísimo San Isidro.

Terminada la cena, se abocó a los pertrechos para cobijarse. Los cartones para aislar la humedad del suelo, el papel de diario para metérselo entre los andrajos y las bolsas plásticas para forrar las suelas de sus añosos zapatos, horadados por el paso del tiempo. Envolvió todo en su poncho de lana cruda y lo anudó para protegerlos de la lluvia. Entonces la vio, encumbrada sobre un montón de revistas viejas, la almohada que usaría con toda seguridad esa noche. Las Amarillas de Publiguías tenían el alto ideal para descansar su único vestigio de humanidad que conservaba intacto, aunque poblada de piojos y quién sabe que otros habitantes, su cabeza. Tomó la guía y la introdujo por uno de los tantos orificios del poncho.

Sin preocuparse del Tío Lucho, que aún permanecía en la trastienda del restaurante, se encaminó hacia el río, para buscar cobijo del viento y la lluvia que ya no sólo caía de arriba, sino de al lado y de abajo. La suerte estaba de su lado. Encontró el lugar casi vacío. Sólo un trío de polillas fumando pasta base interrumpían el paisaje diluviano. El río amenazaba desbordarse si seguía lloviendo con esa fuerza, pero eso no hizo mella en el Choche y continuó con el ritual de estirar sus huesos sobre el suelo y calcular el ancho y largo de los cartones, anclados con piedras en los cuatro vértices. Dos pasos para el largo y un paso corto para el ancho. Luego se forró los pies con las bolsas y finalmente hizo cucuruchos con los periódicos, no sin antes echarles una leída fugaz a las noticias acontecidas una semana antes, cuando menos. Finalmente, se calzó el poncho y extrajo el libro amarillo de páginas centenarias, ajado por los dedos húmedos de su anterior dueño. Puso su cabeza sobre aquellas hojas, pero antes de verlo convertido en el cojín de plumas que se figuró al recogerlo, tuvo la tentación de hojearlo, para matar las últimas horas de luz que quedaban en el cielo negro. Lo abrió en cualquier página, para que el azar le trajera algo en lo que no se habría detenido a pensar por su propia voluntad. Las primeras palabras que leyó fueron "Accesorios para computadores". Se preguntó qué serían esas cosas que requerían accesorios. Para él, cualquier cosa que requiriera de otra para funcionar, no estaba bien hecha. Por eso no usaba cordones en sus zapatos ni pantalones con cierre. Prefería el de franela, con apenas un elástico. Por la misma razón no abandonaba su poncho, porque no tenía botones ni cierres. Al continuar leyendo, descubrió que había centenares de objetos que requerían accesorios. Para automóviles, para baños, para cortinas, para motos, para teléfonos celulares. Nuevamente cayó en la cuenta de lo lejos que se sentía del mundo. Él sólo recordaba haber tenido hambre y frío, pero más que todo eso, soledad. No tenía memoria de haber articulado una conversación con nadie desde que abandonó su vida anterior para abocarse a la tarea salvadora de su alma. Después de un rato, comprendió que finalmente había encontrado lo que tanto buscó todos esos años bajo el puente. Halló el centro de sus cavilaciones y sus miedos, el hilo que lo conduciría a las verdades trascendentales de su existencia. Él no necesitaba accesorios para ser quien era, sólo tenía que escarbar en la profundidad de sus anhelos para ver aquella luz que aclaraba finalmente la oscuridad de su corazón atormentado por las culpas que ya no sabía en qué momento lo poseyeron.

El Choche apoyó su cabeza sobre la almohada amarilla de hojas centenarias y dejó que la lluvia limpiara su cuerpo. Abrió sus brazos y esperó la mañana sin dejar de mirar un solo instante el cielo negro, que en un momento de paz infinita se llevó su alma cristalina más allá de donde sus ojos podían ya mirar. A la mañana siguiente, su cuerpo yacía con la mirada perdida. Alguien que lo vio desde la altura pensó que era un pobre diablo que no logró capear la tormenta más cruda de que se tenga memoria en Santiago, pero otros seres alados que volaban sobre él, supieron que era el ángel de alas rotas que habían estado buscando los últimos 20 años.

sábado, enero 26, 2008

MEME

Acá van mis 8:
2. Placeres culpables
3. Cocadas de leche condensada

jueves, agosto 11, 2005


TIEMPO REAL

Como todos los martes llegué al metro Bellavista a eso de las ocho de la tarde. Mi señora me había llamado al celular para decirme que estaba atrasada, pero que la esperara porque venía con unos paquetes. Me estacioné cerca de la salida para poder verla, apagué el motor y comencé a sintonizar la radio para buscar algo en qué matar el tiempo. En eso estaba cuando escuché a un compadre que estaba leyendo un cuento; se trataba de una mina que se levantaba temprano a ducharse para salir a buscar pega, pero al mirarse en el espejo empavonado del baño comprobaba que aun estaba ahí, sobre su rostro, aquella cicatriz que coartaba todas sus posibilidades laborales. Me acordé de un amigo que me había dicho que el De la Parra estaba haciendo un programa de cuentos y encontré saludable entretenerme con los relatos mientras llegaba la negra con sus paquetes. De repente el programa se fue a comerciales y no sé por qué impulso me saqué el lápiz del bolsillo de la camisa y busqué una libreta en mi maletín para empezar a escribir. Como estaba estacionado en el shopping empecé a mirar a la gente que pasaba cerca de mi auto, buscando algún motivo para armar una historia. No habían pasado dos minutos cuando miré de reojo a un cabrito con cara de punga, acercándose nervioso a un Volkswagen Vento y de repente lo vi sacar un desatornillador de entre medio de la chaqueta y meterlo con violencia por la chapa del copiloto. Me quedé algo pasmado al ver que por un pasillo venía un guardia en bicicleta, y por la dirección que llevaba era seguro que se iba a percatar de lo que estaba pasando. Tuve como un impulso de gritarle al muchacho para que arrancara, pero todo estaba sucediendo tan rápido que no tuve la decisión de hacerlo. Los comerciales fueron muy cortos y de nuevo estaba De la Parra partiendo con otra historia. Yo seguía atento a la maniobra del guardia y al ladrón de autos, y solo salí de mi estado cuando escuché mi nombre en la radio. Este relato lo manda Osvaldo de La Florida, comenzó diciendo, y se largó a contar la historia del robo del Volkswagen Vento. No podía creer que fuera cierto, cada detalle que iba escuchando estaba pasando en tiempo real. Era como si estuvieran transmitiendo un partido de fútbol y yo sentado en la tribuna del estadio nacional. Esto no puede estar pasando, pensaba, pero el narrador contaba cada detalle de lo que yo estaba viendo, lo del guardia en la bicicleta y el punga con el desatornillador haciendo presión sobre la chapa para reventarla. En medio de mi confusión me acordé de "La Continuidad de los Parques" de Cortázar y de tanto cuento fantasioso que alguna vez había leído. José paró la bicicleta y observó los movimientos inconfundibles de un "chapero". Miró en todas direcciones, buscando con la vista a sus compañeros, pero en ese momento era el único en el sector. Pensó en enfrentarse solo al maleante, abordarlo por la retaguardia en una maniobra intespectiva y de paso ganarse la admiración de los otros guardias que lo molestaban por ser más chico y menos fuerte que ellos. Dejó la bicicleta en el suelo y desenvainó la luma que colgaba de su cinturón negro de cuerina. Caminó unos metros, con todo el sigilo que pudo, repasando mentalmente los procedimientos que le habían enseñado en el curso de seguridad. Se aproximó por detrás, como había planeado, pero el reflejo de las luces rebotó sobre el vidrio del Vento y el ladronzuelo pudo percatarse de la presencia del guardia, segundos antes que este se lanzara sobre él. Se dio vuelta como un gato y quedaron enfrentados, cada uno con su arma de guerrero. La punta del desatornillador brillaba como un cuchillo afilado y la mano de José apretaba temblorosa la empuñadura de su espada de palo. Sentí tres golpes certeros, y luego un cuarto, un bulto se aproximó por la derecha y cayó pesadamente sobre el capot de mi auto. Levanté la vista y era una bolsa de Falabella. Mi señora me golpeaba el vidrio para que le abriera la puerta. En un acto mecánico levanté el seguro y me volví para terminar de ver la suerte que corrían los protagonistas, pero por desgracia, ninguno de ellos estaba más en la radio ni en el shopping.

Osvaldo del Valle A.
Martes 6 de Agosto de 2002. Estacionamiento Plaza Vespucio de La Florida.

DOMINGOS DOMINICALES

Los domingos en la tarde son como un chicle. Parten con un sabor agradable, pero después de un rato dan ganas de escupirlos. No puedo decir que para todos sea lo mismo, pero yo solo puedo hablar por mí. Algunos, como el Morocho, son afortunados, porque al menos tienen cigarrillos y una cobija limpia. Otros juegan con sus chiquillos, haciéndoles creer que son sus padres. Yo, que no tengo dónde caerme muerto, sólo poseo las horas que se pegan a mi colchón, mientras miro la foto de la Marlén Olivarí clavada en el techo de mi celda.

Osvaldo del Valle A.

¿QUÉ TE HICISTE, MARITO?

Mario era de los tipos que nunca ganaron nada en la vida. No es que fuera un perdedor, al contrario, vivía cómodamente con su familia en su departamento de La Reina. Me refiero a que jamás pensó en ganarse el premio mayor del Loto o algo parecido; pero la suerte llega cuando menos se le espera y una tarde, como cualquier otra en la oficina, recibió un llamado que sin quererlo cambió su vida.

Esa mañana lo vi en La Alameda, como a las 8:30. Pasó en su auto junto al mío, y aun que hice intentos por alcanzarlo, mis 850 cc no pudieron con sus 1500. A Mario le gustaban los autos y a punta de varias privaciones había logrado comprarse un Mazda 323 blanco, año 93. Parecía un palomo, un chichecito. De él emanaban los únicos desapegos al presupuesto que se permitía. Todos los domingos, casi con religiosa constancia, llevaba el carro al lavado, lo hacía encerar con doble capa de cera y aspiraba la tapicería completa. Todo ese tiempo permanecía junto al encargado para hacerle notar algún olvido involuntario debajo del guarda fango o la falta de pulimento del tubo de escape. Una vez al mes hacía lavar también el tapiz de los asientos delanteros y alternaba al mes siguiente los traseros. Después revisaba los niveles de aceite, agua, presión de los neumáticos y todo lo relativo a medidas preventivas de buena conducción. Cuando ya sentía que estaba satisfecho y viendo que el encargado comenzaba a mostrar cierta indiferencia a sus comentarios, procedía a retirar el stick aromatizante Johnson que había instalado el domingo anterior y lo cambiaba por uno nuevo, procurando no alternar la fragancia. Según Mario, esto le daba el toque de distinción a su auto y cualquiera que se subiera podía notarlo. Una cosa era clara : a Mario le gustaban mucho los autos.

Bueno, como ya les decía, aquella tarde en la oficina sería para recordar. Estábamos todos metidos en nuestros asuntos, cuando Claudia, la secretaria, le anunció a Mario que tenía un llamado de Hipocampus. Un tal Sr. Schuller. Mario tomó el llamado, y rompió el silencio que nos sumía en ese momento al resto de sus compañeros. Confirmó ser quien era, agregó un sí, y ya no habló más por un largo rato. A mí me quedaba algo retirado el escritorio de Mario, pero lograba ver una parte de su rostro, entre el teléfono y el bigote entrecano, que le daba ese aire maduro, a pesar de ser muy joven. Noté que se ponía albo, como el palomo, que su mentón y sus hombros comenzaban a caerse lentamente. De blanco pasó a celeste y de celeste a verde musgo. Todo en unos cuantos segundos. Después de los cambios cromáticos y posturales, al fin habló, sacando un hilito de voz, lo cual era en sí muy extraño, puesto que era característico en él su timbre meloso y elocuente. - Está seguro? - No es una broma? - No puedo creerlo. Con no más de cinco segundos entre frase y frase balbuceó estas nueve palabras y terminó de desplomarse en el asiento. Miró hacia todas partes, levantó la vista, como buscando un cómplice. Pasó por mi del mismo modo que miró las luces del techo, las paredes, las sillas, en fin, todo el entorno. Estaba completamente ido, como un paciente saliendo anestesiado de un quirófano. Me di cuenta que no era el único que lo observaba. Julián se rozaba la barbilla con el dorso de su mano, Polo hacía preguntas con las cejas, Claudia había permanecido de pie mirando al piso, pero con el oído alerta. Mario volvió a hablar, tratando de incorporarse en el asiento, con la voz aun afectada por el impacto de la noticia Lo que sucedió a continuación nos dejó helados a todos. Un segundo después de colgar, sin antes tomar ciertos acuerdos que no entendí mayormente con el tal Señor Schuller, Mario se levantó y gritó con todo su alma Colocolina : “ ¡ Meee ganéééé el Chrysssleer deel Paarquee Araauucooo !!! ”

Al día siguiente, Mario llegó a la oficina una hora más tarde de lo habitual. Estaba demacrado, pero un aura flotaba en torno suyo, la que aminoraba su aspecto trasnochado. Nos contó detalles que había olvidado la tarde anterior, el origen del premio, en fin, todo lo sabroso que tiene el que de un día para otro te avisen que te ganaste un auto de diez millones de pesos. Los pormenores se fueron transformando en mayores y conforme pasaba el día, el único que tenía ánimo para contar el cuento de nuevo era Mario. Los del área nos sabíamos todo de memoria. Es más, cada cuanto llegaba algún despistado que había escuchado lo del premio a preguntar por Mario, y cuando este se ausentaba para refrescarse la garganta en el baño, cualquiera de nosotros le contaba la historia con lujo de detalles, casi como salidos de la boca del mismísimo afortunado.

Para todos nosotros la vida siguió como siempre, pero sin duda la de Mario cambió rotundamente. No era un premio tan grande como para dejarlo todo e irse a las Bahamas a tostarse la guata, ni tampoco para comenzar a vivir la vida de cero, pero sí para traer una serie de problema de intereses entre todos los que creíamos que nos podía tocar una parte del pastel. La primera ceja fruncida la entornó su esposa. Después de los abrazos, la champaña y las papas fritas untadas en salsa de mayonesa con ketchup, vino el primer desajuste. La frasesita fue : - “bueno, qué vamos a hacer con la plata del auto. Porque seguro hay que venderlo, no te parece?” - Así comenzó a gestarse el pliego de peticiones vinculadas a las privaciones de tantos años, ropa para los niños, la operación de la suegra, la muralla del baño carcomida por la humedad, etcétera, etcétera y etcétera. La plata se empezó a hacer poca para tantas etcéteras surgidas de repente.

En la oficina no fue muy diferente. Si bien ninguno de nosotros necesitaba pedirle nada a Mario, más de uno pensó que un prestamito por un par de meses no debería importarle. Después de todo era plata que él no tenía contemplado recibir, así es que un pequeño desembolso podría asumirlo sin problemas. Otros, los más entendidos, comenzaron a gastar la plata en acciones, recomendándole que invirtiera en las eléctricas, que tienen tan buena rentabilidad. Claro que también estaban los fondos mutuos y los depósitos a plazo, con menos riesgo y menos rentabilidad, pero como alternativa, bastante eficaz. Tampoco faltó el que siempre arma los asados, presionando casi con un tenedor en cada mano para fijar la fecha y la hora del banquete. En fin, todos parecíamos autorizados para darle el mejor de los consejos, y Mario se limitaba a escuchar con una gran sonrisa y como prestando mucha atención, pero en el fondo no oía, solo asentía cada cierto tiempo para no demostrar desinterés, sin embargo en su cabeza la cosa cada vez estaba más clara.

Al día siguiente, Mario no fue a la oficina. Claramente se seguía comentando el prodigio de suerte de nuestro compañero y amigo, pero de a poco la cosa se iba decantando. A media mañana, la ausencia del favorito de los dioses comenzó a causar cierta molestia a Claudia, la secretaria, quien al no saber dónde estaba Mario, se limitaba a dar cada vez más escuetas explicaciones a los clientes, para quienes, al igual que para nosotros, la vida seguía tal cual. A eso de la una fue nuestro gerente quien preguntó si Mario había llegado o si alguien sabía dónde estaba. Se le trató de ubicar en su celular, pero lo tenía apagado. Después de almuerzo se tornó evidente que no llegaría tampoco en la tarde, lo cual produjo otra seria de inconvenientes, todos eso sí relacionado con los compromisos de la empresa. A última hora de la tarde, podría decir que como era frecuente, la señora de Mario llamó para saber a qué hora llegaría a casa. Se sorprendió mucho al enterarse que su marido no había aparecido por la oficina ese día, y que ninguno de nosotros estaba enterado de su paradero. Así pasó el día completo y todos en la oficina nos inquietamos en mayor o menor grado por la ausencia del suscrito. Pero en fin, lo más probable es que hubiera tenido que hacer algunos trámites para recibir el auto, que son muy normales en concursos de ese tipo.

No sólo pasó el siguiente día, sino todos los que quedaban de esa semana y luego la siguiente. Nunca hasta ahora volvió a trabajar, y desde entonces van casi dos años. Nadie ha vuelto a ver a Mario desde entonces, ni sus amigos, ni su familia. Tampoco yo lo he visto nuevamente. Todos tienen alguna teoría de qué se hizo Marito. Algunos inventaron un reencuentro con un viejo amor, otros que se estaría gastando el premio en alguna playa tropical, sin embargo yo, que algo lo conicí, sigo creyendo que simplemente está conduciendo su Chrysler.

Osvaldo del Valle A.

LOS VAMPIROS MUEREN DE AMOR

Era hermoso observarla en los amaneceres. Sus cabellos rizados y rubios multiplicaban el terrible resplandor de los incipientes rayos de sol, los que solo me eran permitido observar por escasos minutos, hasta que la claridad me envolvía y me obligaba a refugiarme debajo de mi capa oscura e impenetrable y como de costumbre retornaba a mis aposentos, con una sensación de abatimiento y desventura. Por entonces era aun muy pequeña para tomarla, pero su belleza, su extraordinaria piel, su cuello albo y sus párpados que casi transparentaban sus ojos, me provocaban extremadas vacilaciones a nivel de mis impulsos naturales. Muchas veces hube de contener mis ansias de irrumpir en su habitación y morder su cuello y beber en la tibieza de su sangre, sus efluvios vitales, pero rápidamente hacía desaparecer de mi cabeza aquel dulce placer casi orgásmico que sentía al imaginarla en mis brazos. Las largas noches que pasaba colgado del marco de su ventana tenían mi organismo al borde de la anemia. Me parecía romántico dejar que mi aspecto luciera más gris de lo habitual y que las cuencas de mis ojos contuvieran dos esferas insomnes y mortecinas. La amé desde el primer instante en que nuestras vidas se cruzaron, mucho antes de la agonía que ahora vivo. Los primeros años fueron de contemplación. Jamás planeé un encuentro, ni siquiera pasó por mi mente la idea de traerla a mi mundo de sombras. Siempre supe que el momento llegaría, pero no encontraba una sola razón para acelerar el proceso. Es más, me era profundamente placentero, en la soledad de mi sarcófago, enjugar mis manos con la escasa energía que emanaba de mí, con miles de imágenes de nosotros dos, sorbiendo el vino de nuestros cuerpos, desde el crepúsculo hasta el amanecer. La vida de un vampiro es como la de una flor. Se está atado a la tierra por toda la eternidad. No se conoce más que las escasas esquinas del pequeño mundo que abarcan las horas de oscuridad; no obstante, el ciclo continúa como el botón que florece, se seca y vuelve a florecer.

Los años siguientes fueron de acecharla. Cada noche entraba en sus sueños, pues es una virtud vampirezca la de penetrar el mundo onírico y alternar con los personajes del inconsciente. Claro que no me dejaba conocer, era siempre un ser luminoso, aveces un corcel blanco, otras una espada de plata. Sus sueños comenzaron a acercar nuestros mundos. Después de un tiempo de intervenir, dejó de soñar cosas pueriles, para dar rienda a sus impulsos más recónditos, delicadamente disfrazados de inocencia, pero cargados de fuerte erotismo. Solo había castillos y villas, con jardines cuidadosamente sembrados. Los pastorcillos del lugar corrían desnudos por los prados, mientras las aves copulaban en las cornisas. En sus sueños, Ella era siempre Ella, pues nada en el mundo podía ser su justa metáfora. En todo ese tiempo de soñar, jamás permití la intromisión de un competidor. El erotismo venía con las imágenes, no con un ser en particular. Aquel fue un tiempo de preparación para la gran cena que compartiríamos.

Mi aspecto romántico anémico, más que una prueba del profundo amor que sentía por ella, comenzó a hacer crisis en mi salud. A raíz de que había dejado de acechar a las viudas del pueblo, pues su sangre y su piel me provocaban más asco que placer, comencé a conformar mi dieta con bocadillos prohibidos para mi especie. Cazaba roedores y algunas conejos, en el afán de no perder el valioso tiempo de estar observando al objeto total de mis deseos. Si bien la sangre de aquellos animalejos calmaban mi hambre, la pureza de la mía se iba mezclando con el venenoso manantial de los seres menos evolucionados de la creación. Mis antepasados procuraron dejar claras instrucciones de cómo sobrellevar la pesada carga de la inmortalidad y especificaban claramente los que se podía comer y lo que definitivamente no. Yo estaba consciente de aquello, pero como ya he dicho, mi mayor placer era pasar las noches junto mi amada niña de cabellos rizados.

Los años que vinieron a continuación fueron los del despertar. La mujer que ella llevaba dentro, aquella que estaría a mi lado por siempre, lo cual sabemos es más que un decir, comenzaba a dar sus primeros pasos a la pasión que la traía a mi. Nuestra comunicación siguió siendo a través de sus sueños, pero ahora manifiestamente, comenzó a sentir una profunda inquietud por desbordar sus impulsos y la libido comenzó a hacerla presa de deseos permanentes de ser penetrada. En uno de esos tantos sueños me aparecí por primera vez. El encuentro fue minuciosamente preparado. Debo decir que pasé años urdiéndolo. Estábamos en nuestro castillo, en el salón de bailes. Todos los invitados lucían finos trajes de época, y cubrían sus rostros con máscaras sujetas por una varilla. La música venía de todas partes, la luz emanaba de sendos candelabros de fierro forjado, cuando de pronto un pasadizo se abrió entre la concurrencia, para que nuestros ojos se hallaran y nuestras miradas nos trajeran el uno al otro. Lentamente caminé hacia ella, como flotando sobre el piso. En un mismo movimiento, ella levitó sobre el salón, sin provocar sorpresa a los invitados. Llegamos al centro del gran salón y nuestras manos formaron un nudo inseparable desde ese instante. Bailamos toda la noche, sin cruzar palabra y manteniendo sujetas nuestras máscaras. Al amanecer, lejos del ruido del palacio, ambos dejamos ver nuestros rostros, que como un grabado en la piedra, ya no se pudo despegar de nuestros pensamientos. En el día, cuando yo debía estar reponiendo mis energías, solía despertar para entrar en sus cavilaciones y me era grato confirmar que pensaba en mí. Nada podría ya separarnos, y el momento de consagrar nuestro amor, estaba cada día más cerca.

En todo ese tiempo en que solo viví para ella, el deterioro de mi persona se agudizó a grados difícilmente recuperables. En los sueños, nuestros cuerpos eran perfectos, al menos en lo que a mi respecta, pues ella era además perfecta en la realidad, sin embargo, al no poder mirar mi rostro reflejado en un cristal o en el agua simplemente, no advertí que me había convertido en un ser deleznable. De acuerdo a los sabios legados de mis antepasados, la lozanía perdida podía volver a mi, seduciendo a una mujer virgen y bebiendo el suave bálsamo escarlata de su cuello. Aquello sucedería al consumar el gran amor que ya nos consumía a ambos. Los sueños ya no eran tan pastoriles y cada vez urgábamos más y más lejos, debajo de nuestras ropas. Yo había logrado traspasar los nudos de su corpiño, para acariciar con la punta de mis dedos, los pequeños botones que coronaban sus senos. Ella, tan osada como yo, sostenía mis manos sobre su pecho, para hacerlas descubrir nuevas latitudes, nunca antes caminadas por hombre alguno. Por otra parte, su cuello se me ofrecía como un manjar luminoso, siempre vestido con la desnudez. Incluso en los sueños me era difícil concentrarme en otras zonas de su cuerpo, tal es mi naturaleza. Claro que ella era mucho más que solo su cuello. Un vampiro, por más que la sangre sea un alimento, tiene una sexualidad como la de cualquier hombre y yo no era la excepción.

Una noche, habiendo procurado tener un sueño reparador durante el día, llegué muy cerca de su habitación, en la parte alta de su casa. Sus padres dormían, como de costumbre, y la servidumbre se había retirado a sus moradas aledañas. La ventana estaba abierta, por lo que no tuve dificultad alguna para llegar hasta los pies de su cama. Era verano y la temperatura era la adecuada. Ella dormía desnuda sobre sus sábanas perfumadas de lavanda. Era perfecta. Pasé largo rato contemplándola, recorriendo cada centímetro de su ser, con la precisión de un joyero. Después de extasiarme con su piel y su exquisito aroma, inicié el juego de todas las noches. Entré en su sueño convertido el más viril de los corceles, y la hice subir sobre mi espalda generosa. La llevé a cabalgar por los campos, desnuda como el viento, revolviendo sus cabellos rizados y provocando el roce de sus piernas sobre mi, conforme el galope tomaba fuerza. Una lenta excitación comenzó a gestarse en ambos. Al llegar al punto de partida, descendió suavemente, procurando que esta vez sus pechos rozaran los crines de mi cuello. Ella sabía que era yo y aquello no le provocaba el menor asombro. Como en los sueños, las fronteras de lo posible son inabordables, un instante después de ser un corcel, era luego yo mismo. Ella me esperaba recostada en el pasto, con los ojos cerrados, buscándome con los brazos. Yo dejé que sintiera mi presencia, pero sin llegar a tocarla. Cuidadosamente la recorrí, haciéndole sentir el calor de mi mano en su cuerpo. Comencé por sus brazos, desde las manos hasta sus hombros. Bajé lentamente por el centro de su pecho, dibujando círculos sobre sus bellísimos senos, que amenazaban con alcanzar mi mano, producto de las aceleradas palpitaciones que rítmicamente había iniciado su corazón. La respiración también se hizo más rápida y un delicado jadeo se dejaba oír desde su boca. Continué bajando hasta llegar a su ombligo, que al sentir mi presencia pareció dar el aviso para que sus piernas se separaran levemente y su respiración se hiciera ahora entrecortada y más veloz. Al posarme sobre su pubis, aun sin tocar su piel, una fuerza magnética hizo que toda ella se erizara y su jadeo se convirtió en un fuerte alarido. Ella tenía claro que aun no la tocaría y por lo mismo no se atrevió a forzar que mi mano rozara sus labios, dulcemente lubricados con exquisitas esencias. No permanecí allí mucho tiempo, solo el suficiente para evitar que la excitación la hiciera entrar en tierra derecha y acabara antes de tiempo. Continué mi itinerario por sus piernas que habían abandonado su posición recta, para flectarse sobre sus talones y levantar sus caderas y apretar sus genitales al mismo tiempo. Su piel permanecía erizada y ansiosa de contacto. Sus muslos me parecieron el justo sostenedor de su anatomía y sus caderas una invitación a sostenerlas fuertemente con ambas manos, y entrar en ella con toda la pasión de un minotauro. Cuando acabé de recorrerla, su excitación y la mía eran ya incontrolables de manera que tomé su cuello y comencé a besarle la espalda y luego los hombros, bajando desde la nuca hasta la última vértebra de su columna. Con mis manos acariciaba sus pechos y alternadamente, una de ellas bajaba por su cintura hasta sus caderas, desde donde iniciaba una inesperada invasión a sus genitales. Con increíbles cuidados mis dedos se deslizaban por las paredes lubricadas, y le hacía arrancar pequeños quejidos. Luego retrocedían para realizar calculadas caricias exteriores, las que devolvían al instante la humedad al interior.

Podríamos haber pasado así toda esa noche, de no mediar un giro no anticipado en aquel momento de éxtasis. Por un instante perdí el control de su inconsciente y ella retrocedió a miles de kilómetros por hora por las desoladas rutas de su corteza cerebral, hasta hacerla llegar al umbral de su vigilia. Entonces despertó. Por primera vez la flor y la bestia frente a frente. Intenté sonreír, quise decirle que la amaba desde siempre, desde su matinal infancia, todo en un segundo que fue en verdad más breve aún. Su reacción me hizo perder el sentido, su grito de terror se oyó a cientos de metros a la redonda y mi escapatoria fue al unísona. Jamás me atreví a entrar en sus sueños nuevamente, ni a husmearla por las noches. He dejado a la deriva mis ansias y deseos de fundir mi sangre con la suya, y de paso eternizar nuestra existencia. Desde entonces estoy tendido en mi sarcófago, más bestial que nunca, muriendo de amor, como mueren los vampiros, queriendo apagar de una vez la noche que parece consumirme y empujando sobre mi pecho esta estaca intangible y dolorosa.

Osvaldo del Valle A.